Matar el futuro

La reflexión de hoy arranca en Argentina, en un niño de seis años que se llama Ezequiel y que se se debate entre la vida y la muerte en la sala de terapia intensiva del Centro Gallego de Buenos Aires, víctima de un cáncer, tras haber sido explotado en la empresa avícola 'Nuestra Huella'. La noticia me llegó a través de dbnews por mi amiga Malena, pero no he hecho más que rascar un poco la superficie para comprobar cómo la noticia se había propagado como la pólvora. Al menos en Latinoamérica... y las manifestaciones se han sucedido.

Cuando hablamos de explotación infantil, en los países desarrollados tendemos a pensar que nos pilla demasiado lejos, pero de vez en cuando recibimos un sopapo de la realidad, como es el caso, para recordarnos que no podemos bajar la guardia. "Ya, bueno, pero es Argentina, dónde aún es posible que se den estas cosas", pensará alguno... Pues, no. Hace tan sólo unos días conocíamos la noticia de cómo el FBI desarticulaba una red de prostitución infantil.

Afortunadamente, la concienciación es alta, con actos, convenios y exposiciones, pero nos queda mucho por avanzar. Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en la actualidad hay en el mundo 218 millones de trabajadores con edades entre 5 y 17 años, de los cuales unos 115 millones están expuestos a trabajos de alto riesgo. Asia y el Pacífico presentan el mayor número de casos, seguidos por África y América Latina y el Caribe. En esta última región, se estima que 5,7 millones de niños, niñas y adolescentes trabajan por debajo de la edad mínima de admisión al empleo, es decir, el 5,1% del total de la población infantil de la región. 

¿Qué podemos hacer desde los países desarrollados? Pues mucho. Mi colega Juan Luis Sánchez, de Periodismo Humano, así lo indicaba hace unas semanas, al hilo de la campaña "Derechos para las personas, reglas para los negocios", a la que les animo que se suscriban, porque los niños trabajan en los países menos desarrollados, pero los patronos están en EEUU, en Europa, regodeándose en sus sillones de piel cara y bebiendo buen cognac.
Se lo debemos a Ezequiel. Nos lo debemos a nosotros mismos.

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