Duelo oficial por un asesino

No puedo decir que sorprenda ver llorar a moco tendido a algunos coreanos al conocer la muerte de Kim Jong-il, -lo mismo sucedió en España el 20-N de 1975-, pero desde luego no deja indiferente. Ha muerto un tirano, un asesino. La muerte no hace menos malo a nadie…tampoco más bueno. Somos nosotros los que idealizamos para bien o para mal pero, objetivamente hablando, el dictador coreano sembró más desgracia que felicidad en su paso por este mundo. Creo que, a pesar de las imágenes de lloros, con su defunción se han invertido las tornas, incluso, en su propio país.

La muerte ha abierto una tímida puerta a la esperanza para el pueblo coreano, que vive en condiciones lamentables. Y digo ‘tímida’ porque el sucesor, su hijo, no invita a una apertura democrática, ni a un replanteamiento de las inversiones estatales que prácticamente son absorbidas en su totalidad por el programa nuclear en lugar de recaer en el porvenir del pueblo. Y con ‘apertura democrática’ no quiero decir sumisión a Occidente, ni nuevo impulso al capitalismo, ni rendición de pleitesías a EEUU. Nada más lejos de la realidad. Hablo, más bien, de construir una nación en lugar de un cortijo oriental en el que el monarca se pega la vida padre mientras su pueblo muere sin poder protestar.

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