Los resultados de las últimas elecciones autonómicas y generales han obligado a Mariano Rajoy a preparar una batería de cambios tanto en el Gobierno como en su partido...
su debacle electoral y, claro está, la espantada de pesos pesados del
partido, que o bien han renunciando o han reclamado una limpieza en el
PP. Ese clima de tensión y fracaso anunciado en sus propias filas ha sido lo que realmente ha hecho a Rajoy plantearse el movimiento de fichas. De otro modo y si a la vuelta de la esquina no hubiera unas Elecciones Generales, el presidente seguramente habría preferido meter la cabeza en su agujero y esperar a que el vendaval se calmase.
Sin
embargo, da igual. No hay cambio en sus huestes que pueda ayudarle a
salir del pozo en el que él solito se ha metido. Es cierto que está
obligado a introducir cambios tanto en el Gobierno como en el PP, aunque
sólo sea por un tema estético, pero éstos llegan tarde y mal. Ni
siquiera me refiero al incesante incremento del número de sombras de
corrupción en el PP -ayer en Madrid 'creció' la Púnica- sino a que ¿de qué sirve cambiar de ficha si la partida se sigue jugando en los mismos términos?
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