Esta invasión de inmigrantes, ¿es todo trigo limpio?”.
La frase no tiene desperdicio, pero si además la pronuncia un
representante de la Iglesia católica, tirando con ello por el retrete la
piedad que se le presupone, ya es de traca. El problema es que quien lo
decía era nada menos que el cardenal Antonio Cañizares,
arzobispo de Valencia, que ya nos tiene acostumbrados a discursos
polémicos, en los que se ve su carácter reaccionario, más propio de un
cura castrense de los que golpean yemas de los dedos con reglas de
madera que de un sacerdote del siglo XXI.
Escuchar esta mañana a Cañizares sugerir que los refugiados que
llegan a Europa amenazan nuestra propia historia, tacharles de caballo
de Troya, quiero pensar que habrá indignado al último de los católicos.
¿Es esta columna un ataque contra el catolicismo, que en los últimos
años tiende a identificar las críticas a sus representantes con un
ataque a su religión? En realidad no, precisamente es un ataque frontal a
quien parece indigno del cargo que ostenta y, desde luego, a todo aquel
que lo apoye.
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