La revolución de la IA en el campo farmacológico (para bien y para mal)


Hace unos meses, investigadores de Norteamérica anunciaban la creación de un nuevo antibiótico, llamado abaucina, capaz de matar una especie mortal de superbacteria (Acinetobacter baumannii). Aunque el fármaco precisa todavía de más pruebas –como mínimo no llegará al mercado hasta 2030-, el hallazgo ponía de manifiesto las bondades de la Inteligencia Artificial (IA), pues fue gracias a ella como se llegó al resultado.

Según relataron los responsables de la investigación, tras someter al correspondiente entrenamiento al sistema, la IA fue capaz de reducir una lista de casi 6.700 compuestos cuya eficacia se desconocía. Probando 240 de ellos, los científicos terminaron por dar con la abaucina. Esa capacidad de la IA de acelerar y ampliar la búsqueda de antibióticos se está perfilando como una auténtica revolución sanitaria, especialmente considerando que la resistencia a los medicamentos se ha convertido en un problema de primer orden, pues al año se producen hasta 700.000 muertes atribuidas a enfermedades resistentes a los medicamentos. Una cifra, además, que para el año 2050 podría incrementarse en un 10%.

Este viaje comenzó años atrás, con experiencias como la del MIT (Massachusetts Technology Institute) cuando en 2020 descubrió gracias a IA un antibiótico (hacilina) capaz de matar la bacteria E.coli. Trabajando sobre la base de 6.000 compuestos, el sistema dio con la hacilina en un lapso de tiempo reducido, con ventajas por partida doble: además de dar como resultado a un antibiótico capaz de acabar con muchas bacterias, su estructura era radicalmente distinta a los antibióticos existentes, lo que hace más complicada la resistencia de las bacterias.

Los tiempos se reducen extraordinariamente con el uso de la IA hasta el punto de que si en los 2000 el descubrimiento y desarrollo de un fármaco llevaba más de una década, en el caso de la hacilina la IA probó más de 100 millones de compuestos químicos en tan sólo unos días. El impacto beneficioso que tiene el aprendizaje automático de la IA es esencial a la hora de realizar predicciones de la eficacia y toxicidad de posibles compuestos farmacológicos, que es uno de los protocolos que más ralentiza este proceso, así como en prever interacciones entre diferentes compuestos.

La compañía Insilico Medicine, con sede en Hong Kong, comenzaba a principios de verano los primeros ensayos clínicos de un fármaco generado íntegramente con IA. Se trata del medicamento INS018_055 indicado para el tratamiento de la fibrosis pulmonar idiopática, una enfermedad crónica que provoca cicatrices en los pulmones y puede llegar a ser mortal en el plazo de 2-5 años si no se trata.

Arma de doble filo

No es oro todo lo que reluce. Detrás de estas historias de éxito hay un gran esfuerzo de entrenamiento de los sistemas. Este proceso es la base de todo y se enfrenta al problema a dos grandes dificultades: por un lado, la cantidad de datos accesibles, que puede ser limitada para la ingente cantidad de información que se precisa; por otro, la baja calidad o inconsistencia de esos mismos datos.

Por otro lado, este uso de la IA para generar medicamentos también tiene su lado perverso, pues ese mismo potencial podría utilizarse para crear sofisticadas armas bioquímicas. Las capacidades de aprendizaje automático pueden aprovecharse para corromper moléculas, para hacerlas letales. Existen experimentos al respecto en el marco de la Convención sobre Armas Biológicas y Químicas, publicados en la revista Nature Machine Intelligence, cuando un grupo de científicos puso el sistema de IA a trabajar con este propósito y en tan sólo seis horas consiguió esbozar alrededor de 40.000 moléculas potencialmente asesinas.

El sistema fue capaz de desarrollar agentes químicos ya descubiertos pero, curiosamente, con los que ni siquiera había sido entrenado previamente. Lo más escalofriante no es eso, sino que además de generar compuestos con elevadas tasas de toxicidad nunca vistas antes, éstos apenas tenían similitudes con toxinas existentes; es decir, eran armas bioquímicas letales completamente nuevas. Asistimos, pues, a una prueba más de cómo la ciencia corre mucho más deprisa que la legislación, que en el caso concreto de la IA viene arrastrando los pies con el consiguiente riesgo que implica.

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