Quién le iba a decir a Bashar al Asad, que soñaba con ejercer su
carrera en Londres, que sería el autor de una de las mayores matanzas de
su país. El accidente de tráfico de su hermano mayor Basel, el heredero
legítimo según el manual del buen dictador, haría trizas el sueño del oculista.
Atrás han quedado los tiempos en los que el treinteañero Bashar
conducía por las noches de Damasco en su Audi, sin guardaespaldas. Por
aquel entonces, quién le iba a decir que emularía a su padre, ‘el león
de Damasco’, con una nueva matanza en Hama.
Sí, quién le iba a decir a él, tras el referéndum de 2007, que se
convertiría en un asesino, que cometería crímenes contra la humanidad.
En aquel referéndum, Al Asad obtuvo el apoyo del 97,62% de su pueblo,
dicho de otro modo: con un índice de participación del 95,86%, de los
cerca de doce millones de sirios llamados a votar, ni siquiera 20.000
votaron en contra del dictador. La oposición, imaginen, declaró
pucherazo y los países que se ocultan bajo ese concepto cada vez más
abstracto de ‘Comunidad Internacional’ miraron para otro lado.
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