Cuento de Navidad mexicano: Las Chicas Bravas


Año 2002. En la ciudad mexicana de Fronteras el tiempo parece haberse detenido, sin escuelas, ni calles pavimentadas, ni mucho menos tratamiento de aguas negras. Esta localidad en el estado norteño de Sonora subsiste gracias al empleo que brinda Levolor, una fábrica de persianas estadounidense, a 125 personas. Virginia Ponce, vecina de Fronteras, recuerda que “no existía ningún otro negocio en todo el pueblo, no había ninguna otra fuente de trabajo” y, ese mismo año, Levolor echó el cierre a la fábrica.

Pocos años antes, Roberto Valenzuela, un analista de la multinacional Hewlett-Packard, decidió dejarlo todo, vender su casa de San Francisco y mudarse a su rancho de Agua Prieta, donde se habría criado. Allí, con su mujer Alicia y habiendo renunciado a su nacionalidad estadounidense en favor de la mexicana, se hizo ganadero, criando a sus reses de manera ecológica, a base de pastos, sin hormonas ni otros artificios. Aquella actividad, incluso, se extendería al fomento del ecoturismo.

Desde su llegada al pueblo, el matrimonio Valenzuela siempre mostró su espíritu solidario y de voluntariado con la comunidad. La relación de Alicia con las mujeres de Fronteras arrancó con unas charlas en su propia casa, discutiendo sobre educación, empleo y religión. Cada semana, este grupo se reunía, forjando una amistad que les llevaría a montar una cooperativa con la que resucitar el pueblo.
Corría el año 2005 y aquel grupo de mujeres de entre 40 y 50 años decidió echarse el pueblo a la espalda, arrancando la primera guardería de la ciudad para mujeres trabajadoras sin recursos, en Esqueda, y poco después, su espíritu emprendedor les llevaría a inaugurar el primer restaurante. “Nos fue muy bien con él, todavía hoy sigue en marcha”, explica Virginia, que terminó por ser una de las fundadoras de la cooperativa y recuerda que “nuestra especialidad eran los tamales que vendíamos a veinte dólares la docena”. “Nada de esto habría sido posible sin la ayuda de Alicia”, afirma.

(Retroworks de México)
“Queremos una fábrica” 
A pesar del éxito de estos proyectos, ninguno tenía la suficiente entidad como para hacer olvidar el cierre de Levolor. Por aquel entonces, las cosas tampoco marchaban bien para el matrimonio Valenzuela, que sufría “la mayor sequía en el rancho en cuatro siglos”, relata Alicia, “por lo que perdimos a la mitad del ganado”. Fue precisamente entonces cuando, en una de aquellas reuniones semanales, se topó con una sala con 35 personas de Fronteras pidiendo ayuda ante la desesperación que había dejado tras de sí el cierre de la fábrica.

“¿Qué quieren?’, les pregunté”, narra Alicia, “una fábrica’, contestaron”. La ranchera, que había ejercido durante una década como periodista en California, no salía de su asombro: “¿Cómo una fábrica en este pueblo biciclitero? ¿Qué ejecutivo va a querer invertir en este pueblo?”. 

Finalmente, Roberto y Alicia accedieron a ayudar al Fronteras, con tres condiciones, explica ella: “nada de sobornos a las autoridades y todo clarito, cumpliendo con la ley a rajatabla, reparto de tareas para que cada uno haga lo que mejor sabe y nada de enchufes, todo ha de ser muy honesto, todo el mundo ha de cumplir con el trabajo”. 

La fortuna jugó entonces a su favor. A unos 100 kilómetros de Fronteras, en Bisbee (Arizona), vivía Mike Rohrbach, un ex alto directivo de IBM que decidió disfrutar allí de su jubilación. Rohrbach y su amigo Robin Ingenthron, fundador de American Retroworks, una empresa de reciclaje de ordenadores con sede en Vermont (EEUU), venían hablando desde 2002 de recolectar ordenadores para familias desfavorecidas del sur de Arizona. Ambos estaban preocupados por la cantidad de computadoras que terminaban en las cunetas sin que nadie aprovechara sus pantallas, su cobre, el plástico y el resto de sus componentes.

A principios de 2006, Rohrbach se encontró en su bandeja de entrada con un correo electrónico de Alicia Valenzuela, que se había dedicado a mandar e-mails a diversas organizaciones proponiéndoles colaborar con la cooperativa. Alicia pedía 50 ordenadores para la escuela de Fronteras y para el centro de día. Y entonces, el ex directivo de IBM decidió poner en contacto a Ingenthron. Aquello sería el nacimiento de Retroworks de México.

Virginia desmontando un equipo (Retroworks de México)
Batalla legal y asesinato 
Aquel mismo año, la cooperativa negoció con el presidente municipal y, a cambio de la creación de puestos de trabajo, éste les cedió las instalaciones de la fábrica de persianas, abandonadas por tres años y en un estado lamentable. Con ayuda de sus maridos, muchos de ellos albañiles, renovaron la nave y aquel invierno de 2006, relata Virginia, “fuimos a Vermont a capacitarnos, a aprender a desmontar ordenadores y televisores, fíjese a esta edad que ya somos de cabecita dura”. Seis años después, Retroworks de México es una realidad levantada en la antigua fábrica de persianas que emplea a diez mujeres de la cooperativa, que son socias, y que para 2013, “podríamos llegar a dar empleo a 40 personas más porque estamos a punto de firmar con Mexicana de Cobre para el reciclaje de vidrio”, explica la fundadora.

El camino hasta llegar aquí, sin embargo, no resultó sencillo. “En México los presidentes municipales sólo gobiernan tres años y no tienen posibilidad de reelección”, apunta Alicia, “lo que propicia la corrupción, pues son tres años en los que se dedican a beneficiarse cuanto pueden”. Así, con el cambio de presidente, el nuevo las quiso desalojar, posiblemente, para alquilar la nave por mucho más dinero y así lucrarse. Fueron demandadas y el proceso se prolongó por dos años.

Fue entonces, por el modo en que plantaron cara a las autoridades, cuando la cooperativa fue bautizada como las Chicas Bravas, “no ya tanto porque seamos peleonas sino porque defendemos nuestros derechos”, aclara Virginia, hoy ya con 60 años recién cumplidos.

“Dos años en los que el presidente se gastó unos 90.000 euros en abogados para echarnos y a nosotros nos defendió gratuitamente un abogado que venía defendiendo a los marginados contra los abusos del Gobierno”, explica Alicia para añadir, “dos años en los que la Comisión Federal de Electricidad nos dejó sin luz por orden del presidente, por lo que las mujeres tuvieron que estar desmontando todos los ordenadores manualmente, sin ayuda de ningún equipo”.

Finalmente, las Chicas Bravas ganaron el proceso y pudieron mantener la fábrica, aunque dos meses después de la sentencia su abogado correría peor suerte: “unos extraños entraron en su casa y lo tirotearon; no sabemos si tuvo relación con lo nuestro o venía de su larga trayectoria defendiendo a los más desfavorecidos”, aclara Alicia.

El equipo de las Chicas Bravas junto al matrimonio Valenzuela (Retroworks de México)

Visión de futuro 
Desde el punto de vista empresarial, situar la fábrica en México es mucho más rentable que en EEUU, pues la mano de obra es más barata: frente a los 8,5 o 9 dólares a la hora que podría costar un empleado en Vermont, en Fronteras el sueldo mensual de las trabajadoras ronda los 500 dólares. Sin embargo, lejos de sentirse explotadas, las Chicas Bravas se muestran orgullosas de ganarse la vida honradamente y contribuir al bienestar de la ciudad, hasta el punto de que familiares que viven de manera ilegal en EEUU se plantean regresar a su hogar si consiguen un empleo en la fábrica.

Alicia sale al paso, explicando que “México necesita trabajo y en EEUU el 85% de los equipos electrónicos no se recicla o termina siendo exportado como chatarra electrónica a países con escasas leyes medio ambientales; así que también estamos contribuyendo al cuidado del medio ambiente, generando empleo, incluso, al otro lado de la frontera”.

“Queremos que dure mucho tiempo este trabajo, que sirva para dar vida a Fronteras”, asegura Virginia, que cuenta como “aquí no se tira ni un tornillo, todo se aprovecha, y vendemos después las partes, incluso, a Malasia o a Egipto, donde mandamos las pantallas de los televisores de tubo”. La fábrica de reciclaje “recibe dos trailadas al mes y cada una de ellas nos trae entre 30 y 40 toneladas” de chatarra electrónica, indica Virginia. Los equipos llegan tanto de EEUU como de México, con la diferencia de que, como explica ella, “mientras en EEUU pagan por deshacerse del problema [enviarles la chatarra], aquí en México tenemos que pagar nosotras por él”.

Retroworks de México es más que una fábrica de reciclaje, se ha convertido en una auténtico balón de oxígeno para la ciudad, en un punto de formación para futuros trabajadores que asisten a sus talleres de cocina y manualidades, organizan bazares con los productos que surgen de esos talleres e, incluso, conceden becas para estudiantes con parte de los beneficios que generan. “Ya hemos repartido más de 300 becas para secundaria y universidad y contamos con seis universitarios licenciados gracias a nuestra aportación”, asegura orgullosa la Chica Brava.
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