El caso Sovaldi es otro fracaso de la Unión Europea


El pasado fin de semana tuvo lugar en España una macro manifestación convocada por los enfermos de hepatitis C, a los que el Gobierno está negando la prescripción de Sovaldi, el medicamento que podría salvarles la vida. Desde el ministerio que lidera el recién estrenado Alfonso Alonso en sustitución de Ana Mato no se ha aportado aún ninguna explicación convincente que justifique la negativa a prestar un derecho tan esencial –en este caso de vida o muerte- como es el suministro de un medicamento. Niega que se trate de una cuestión de coste, que ronda los 25.000 euros (el tratamiento de 12 semanas), pero todas las sospechas se dirigen a esa causa y, de hecho, el Gobierno ha comenzado hoy mismo a manejar el argumentario de que sólo la Sanidad de Luxemburgo, Bélgica y España financian Sovaldi. En el caso español, lo financiará (oficialmente desde el 1 de noviembre), pero no llega a los enfermos.

El aparente desinterés del Gobierno por los enfermos de hepatitis C llega a tal extremo que a estas alturas ni siquiera tiene una base de datos en la que al menos consten todos los enfermos diagnosticados; recordemos que se trata de una enfermedad asintomática que sólo da la cara en el estadio más avanzado. Todavía es más grave considerando que buena parte de los enfermos se contagiaron en el Sistema Nacional de Salud (SNS) –la misma que ahora les niega la cura-, cuando no se realizaban los controles pertinentes en la sangre utilizada en trasfusiones. Y a pesar de no saber cuántos enfermos hay en toda España lo que sí sabe la cartera de Alonso es que el impacto neto durante el primer año de comercialización de Sovaldi para el SNS será de 125 millones de euros. Imagino que hacen los cálculos con la misma fórmula con la que el Gobierno decía que privatizar la Sanidad era más barato que mantenerla pública.

Sea como fuere, ¿por qué cuesta tanto Sovaldi? Habría que comenzar por quién está detrás: los laboratorios Gilead Sciences, que básicamente se dedican a comerciar con la salud –o con la muerte, según el punto de vista-. Gilead Sciences, compuesto fondos de inversión y pensiones fundamentalmente, tira de talonario para comprar empresas o patentes y enriquecerse. Con Solvadi lo hizo en 2012 y ha conseguido sacar una rentabilidad sinigual, multiplicando por 100 su coste real, puesto que el coste de producir el medicamento, la pastilla de los 1.000 dólares como la han bautizado en EEUU, no alcanza ni los 10 dólares.

Otro fracaso de la Unión Europea

Entre otras muchas cosas, la dramática situación por la que atraviesan los enfermos de hepatitis C evidencia, una vez más, un fracaso de la Unión Europea (UE). Bruselas ha sido incapaz de aunar fuerzas para tratar con la farmacéutica y, de últimas y rindiéndose a su usura, al menos negociar un precio conjunto para todos los enfermos de la UE, lo que sin duda habría abaratado el coste. Probablemente, ni siquiera se ha puesto encima de la mesa esta opción.

¿Y saben por qué? Porque ello habría ido en contra de los intereses comerciales de los laboratorios, de los fondos de inversión cuyos brazos se extienden por los más oscuros recovecos. Si la UE velara realmente por sus ciudadanos y no por los intereses de las élites económicas, organizaría proyectos como el exitoso Proyecto Genoma Humano (PGH).

Aquella iniciativa de investigación que arrancó en EEUU fue una prueba de cómo la colaboración y el conocimiento libre son mucho más valiosos y enriquecedores que las patentes privadas. A los datos me remito: entre 1988 y 2012, los proyectos de secuenciación del genoma humano, la investigación y la actividad industrial asociadas, tanto directa como indirecta, generaron un impacto económico de 965.000 millones de dólares. No sólo eso, se crearon más de 4,3 millones de empleos al año.

Incluso si miráramos el proyecto con ojos de recaudador, veríamos que en un solo año, 2012, por ejemplo, se recuperó con creces en impuestos toda inversión realizada durante 13 años (3.900 millones de dólares en impuestos federales y otros 2.100 millones de dólares en impuestos estatales y locales). Con estos datos en la mano, ¿por qué no montar iniciativas similares en materias como la investigación de vacunas y medicamentos en lugar de dejarlo en manos de los grandes laboratorios?
Pues bien, la UE, lejos de articular iniciativas de esta naturaleza, se ha propuesto acabar con cualquier posibilidad de replicar esta experiencia. Antes del próximo verano aprobará la Directiva Europea de Secretos Comerciales, cuyo primer borrador data de finales de 2013. El ‘argumento de venta’ desde Bruselas es crear un marco que ataje las acciones que frenen la innovación –el problema es que ésta sólo recae en el sector privado.

La definición de “secreto comercial” que maneja el borrador es tan amplia que prácticamente excluye todo del interés público, hasta el punto de que si un periodista publica datos facilitados por una de sus fuentes puede ser demandado. Digamos que es una directiva redactada a la medida de las grandes multinacionales, que no sólo aplauden sino que impulsan la medida, del mismo modo que hacen con el TTIP, que menoscabará nuestra soberanía nacional.

La Directiva europea no protege la información, sino que la oculta, impide su difusión libre y el beneficio generalizado que ésta procura; lo que debería ser una excepción, como es el secreto, pasa a generalizarse y estar blindado. Tremendo error. Todos los mandatarios europeos que ayer se manifestaban en París en favor de la libertad de expresión, con esta inminente directiva irán precisamente en contra de ella, coartando el derecho de información y su intercambio y, en último extremo, dejando la innovación en manos de buitres carroñeros al acecho de víctimas, como sucede con Sovaldi.
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