El negocio oculto tras las ciudades inteligentes


De unos años para acá y con el argumento de caminar hacia una mayor sostenibilidad y un mayor aprovechamiento de los recursos, las ciudades inteligentes (smart cities, en inglés) se han multiplicado como setas. Precisamente entre hoy y mañana se celebra en Madrid el I Congreso de Ciudades Digitales.
Se trata de urbes repletas de sensores que, gracias a la información que envían a través de las redes de telecomunicaciones, en teoría favorecen esta sostenibilidad. Íntimamente relacionada con este concepto de ciudades inteligentes, aparece otro ‘palabro’ alumbrado en las mentes del marketing: el Internet de las Cosas (IoT, por su nombre en inglés) que, en esencia, hace referencia a todos esos sensores conectados.

En este sentido, la analista Gartner prevé que en 2015 estas ciudades llegarán a reunir más de 1.100 millones de dispositivos conectados a Internet. Sólo en el caso de los hogares inteligentes la cifra podría alcanzar este año los 294,2 millones de aparatos conectados en todo el mundo.

Sin embargo, detrás de esta tendencia creciente hacia un mundo conectado, que se nos presenta como un ejercicio de sostenibilidad, encontramos que puede surgir un consumismo salvaje que, como todo el mundo sabe, es precisamente lo opuesto. En los hogares, sin ir más lejos, uno se puede llegar a preguntar para qué quiere realmente tener conectada la nevera y que ésta le indique si anda corto de leche.

¿Qué será lo siguiente? ¿Qué se conecte a la pulsera que llevamos en la muñeca y mediante algoritmos vea lo que resta para darnos un patatús, por lo que no merece la pena avisarnos de que los yogures caducarán en tres días porque nosotros lo haremos uno antes?

¿Realmente implican sostenibilidad?
A donde quiero llegar con la reflexión es que las llamadas ciudades inteligentes nos pueden llegar a generar necesidades que ni estrictamente contribuyen a un cuidado por el medio ambiente (más bien al contrario, con todos los problemas relacionados con el coltán necesario para los dispositivos), ni mucho menos son imprescindibles.

En el primero de los casos, podemos tomar un ejemplo real: Barcelona. La ciudad catalana acaba de ser considerada por la consultora Juniper Research como la ciudad más inteligente del mundo, superando en el ranking a otras grandes urbes como Londres o Nueva York. Sin embargo, el pasado mes de enero, el Departamento de Territorio y Sostenibilidad de Barcelona tenía que activar el protocolo de contaminación atmosférica. La capital catalana lleva más de una década superando los límites que marca la Unión Europea, por lo que podemos deducir que la relación sostenibilidad/ciudad inteligente no siempre se cumple.

Lo que sucede es que detrás de las smart cities o del IoT hay mucho negocio entre manos, comenzando por los fabricantes de dispositivos y sensores y terminando por los operadores de telefonía que ya se frotan las manos con el tráfico de datos que van a manejar. No les sorprenderá si les digo que Telefónica ya tiene un departamento exclusivamente dedicado a la comunicación máquina-a-máquina (M2M) en Madrid, desde donde coordina sus actividades en este ámbito para todo el mundo. La misma Gartner prevé que los proveedores de tecnología verán incrementada su facturación alrededor del hardware, a través de software y de servicios, en más de un 50% para 2020.

Seguridad y legislación
Siguiendo con el negocio que hay en juego detrás de esta realidad de las ciudades inteligentes, la seguridad es otro de los filones. Gartner cree que el negocio de la seguridad alrededor de los hogares inteligentes está llamado a convertirse en el segundo gran mercado de servicios en dos años. No es para menos: imaginen la cantidad de información sensible sobre nuestras personas que van a circular por la Red. Nosotros mismos nos convertiremos en sensores andantes.

No es por alarmar, pero esta misma semana la compañía Sogeti (del Grupo Cap Gemini) advertía de que en 2014 el número de ciberataques creció un 120% siendo uno de los grandes detonantes el IoT. ¿Qué dicen al respecto los fabricantes de dispositivos IoT, esos que van a doblar su facturación en software y servicios en los próximos años? Pues, según Capgemini Consulting, sólo el 33% de los fabricantes considera que sus productos son “altamente resistentes” ante futuros ciberataques.
Como sucede en casi todos los ámbitos de la informática, existe una alarmante falta de estándares en este entorno, lo que incrementa dramáticamente los riesgos de seguridad. Ya hay proveedores de seguridad, como la española Panda Security, que colaboran en desarrollar estos estándares y tratan de conseguir que la seguridad venga dada de fábrica en los dispositivos.

Sin embargo, queda mucho camino por recorrer y encuestas como las realizadas por el fabricante de seguridad Tripwire entre 700 directores de Tecnologías de la Información en empresas ponen de relieve el dilema: el 67% de estos directivos confiesa que sacrificarán seguridad por eficiencia, pues son conscientes de los potenciales riesgos del IoT a los que se exponen.

Y no hablamos sólo de tecnología, sino de legislación. ¿Cuántos de estos sensores violan o, por lo menos, ponen en riesgo el cumplimiento de las leyes de protección de datos? Por no hablar de los problemas derivados para determinar responsabilidades: ¿quién es el culpable si un coche conectado, por ejemplo, es hackeado y tenemos un accidente? ¿Cómo van a modificar las aseguradoras sus primas de riesgo?

Curiosamente, el congreso que se celebra esta semana en Madrid no ha reservado ningún apartado de su agenda para abordar temas tan sensibles como éstos. Da qué pensar.
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