Este fin de semana hemos asistido a otra oleada de prejuicios contra
el Islam, de dedos acusadores contra una religión que, en realidad,
engloba muchas interpretaciones del Corán. Los atentados de Noruega han
dejado tras de si un rastro de tertulianos, blogueros, tuiteros y
columnistas tachando al Islam de fanatismo, de fuente de odio
y terrorismo. Aún no se sabía quién era el autor de las bombas de Oslo,
pero faltaron minutos para que las redes sociales se plagaran de jucios
de valor contra el Islam. Ahora sabemos que el autor se llamaba Anders Behring Breivik,
tenía 32 años, era exmilitante de la extrema derecha noruega y era
cristiano. Y compartía buena parte de las acusaciones contra el Islam
que, antes de conocer su autoría, se vertían en los foros de Internet.
Cuando se supo que las muertes eran obra de un cristiano de
occidente, la ‘aldea global’ cargó las tintas entonces contra la extrema
derecha, no contra el cristianismo. Y, de hecho no tenía por qué
hacerlo, del mismo modo que tampoco había que haberlo hecho previamente
contra el Islam. Los fundamentalismos están presentes en cualquier
religión, pero en Occidente tenemos diferente rasero para usarlos como
sinónimos. Mientras que tendemos a equiparar el fundamentalismo islámico
con el Islam, no hacemos lo mismo con el fundamentalismo cristiano. De
hecho, equiparamos el fanatismo religioso tal cual, sólo con las
sociedades musulmanas, cuando este fanatismo está presente en todas las
sociedades. Decía el periodista Ignacio Ramonet -que sabe de lo que
habla, pues se crió en Tánger-, que “el fundamentalismo musulmán es una aspiración a resolver mediante la religión todos los problemas sociales, morales, económicos, políticos, que se plantean en una sociedad”. ¿Les suena de algo? Debería o, al menos, a quienes se sienten a salvo con los valores cristianos y ven en éstos la salida de la crisis.
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